14.11.08

14.11.08


A Beatrice Mailer

8 de agosto de 1945

Cariñito:

La noticia de la bomba atómica ha dado más que hablar aquí que la de la victoria en Europa, y tanto como la muerte del presidente Roosevelt. Me siento muy confuso sobre el tema (escribo estas líneas justo después del primer comunicado escueto. No sé lo que han hecho). Ahora comprendo cómo afectan los vínculos del interés a las ideas. Una buena parte de mí aprueba cualquier cosa que acorte la guerra y me devuelva antes a casa, y eso va muchas veces en contra de principios anteriores, más esenciales. Por ejemplo, confío en que se apruebe el llamamiento a filas en tiempo de paz, porque, si no, la desmovilización será angustiosamente lenta. Es en ese mismo sentido en el que apruebo un instrumento que mata en condiciones óptimas a mucha gente en un instante.
Pero, la verdad, qué perspectiva tan aterradora es ésta. Siempre hemos hablado de que la humanidad se iba a destruir, pero ahora parece una cosa tan cercana, cuestión de décadas, de un número de bombas que pueden contarse fácilmente. Este asunto de la explosión del átomo será el preludio de la victoria definitiva de la máquina. Nunca había sido más que una serie de cálculos entretenidos en la física que estudié, un sueño remotamente alcanzable y, aun así, terrible, porque la energía atómica en una masa del tamaño de un guisante basta para mover una locomotora un montón de veces alrededor de la Tierra. Creo que nuestra era representará el final de conceptos como la voluntad del hombre y la determinación del poder por parte de las masas. El mundo estará controlado por unos cuantos hombres, políticos y técnicos, los hombres de Spengler en la tardocivilización occidental-europeo-norteamericana. Y, por más que me estimule, no soy nada spengleriano. Ante la alternativa de hacer lo necesario o no hacer nada, prefiero nada, si lo necesario es desagradable.
Verdaderamente, querida, el panorama es espantoso. Habrá otra guerra, si no en veinte años, en cincuenta, y, si sobrevive la mitad de la humanidad, ¿qué pasará con la siguiente guerra? Creo que, para sobrevivir, las ciudades del futuro se construirán a más de un kilómetro bajo tierra. De esa forma, el hombre habrá escapado a su legado animal: los insectos ya no le molestarán y, como Scarr en búsqueda del cielo, habrá descendido mil brazas hacia el infierno.
Ya sabes que me estoy volviendo tan enfermizo respecto a las máquinas como mi madre lo es respecto a Jack Maher. (En mi vida exterior, eso se refleja en cosas como haber rechazado un trabajo de chófer de un jeep, uno de los vehículos de reconocimiento, para asombro e indignación de todos).
Y siento desprecio hacia marineros y aviadores. ¿Qué saben verdaderamente de la guerra? En cierto modo, los marineros con los que hablé en el buque que nos trajo aquí parecían muy ingenuos. Les caían mal los hombres hoscos, heridos y huraños a los que transportaban. Cuando oían hablar del barro, las náuseas y el horror, chasqueaban la lengua con simpatía, pero sin comprender nada. ¿Qué sabían ellos (en palabras de Gwaltney) del trabajo, la miseria y la muerte? La suya es una vida rutinaria y sin sorpresas, llena de la esclavitud y las ventajas de servir a una máquina. Cuando les llega la muerte es como un trueno repentino, por obra de la naturaleza. No tienen ninguna intimidad con ella y, por consiguiente, sus repercusiones supremas tienen un carácter de pesadilla y son tan irreales como los desastres en tiempo de paz. No pueden comprenderlo porque la máquina es algo tan engañoso, tan benigno durante mucho tiempo, que se olvidan de que tiene un fusible. No han experimentado la muerte como suceso cotidiano, como constante emocional aproximadamente de la misma intensidad que abrir la lata de una ración fría de carne grasienta cuando a uno le arde y le molesta el estómago por haber recorrido demasiadas colinas bajo un sol húmedo y cruel. No conocen la fatiga que hace que uno pise un cadáver de tres semanas porque no tiene fuerzas para sortearlo. Y los aviadores son como los marineros. Ellos también luchan de manera abstracta, en un fluido abstracto. Sus vidas también son cómodas, solitarias y pendientes de un sexo que no tienen, y también para ellos la muerte es un trueno devastador e incomprensible. Son vidas en las que el peor olor es el de la gasolina, el metal, el aceite lubricante. No saben que las letrinas, los cuerpos y los pantanos son difíciles de distinguir.
Y ver cómo personifican sus máquinas me da náuseas. Es el sustituto de la soledad y las ganas de sexo, pero también es aterrador. Hemos llegado a un punto en el que amamos las máquinas y odiamos a las mujeres. El siguiente paso es la adoración religiosa, y la bomba atómica parece la deidad suprema, la línea de entelequia definitiva.
Hay poco amor en ésta, pero esta noche tengo el alma un poco enferma. Cuanto más pienso en estas cosas, más aterradoras me parecen. Qué combinación puede derrotar a la aleación de mecanismo y sentimentalismo.

Te necesito en mis brazos esta noche.

Te quiero,

Norman

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